Yo creé a dadá cuando era niño y mi madre me zurraba. Yo podría proclamar que soy el autor de dadá en Nueva York”. Así se expresaba Man Ray (Filadelfia, 1890; París, 1976) en un texto para el catálogo de la gran retrospectiva de dadá en Düsseldorf que aparece reproducido en su autobiografía, titulada Autorretrato. Y de hecho, en lo fundamental, y a pesar de su progresiva asimilación con el surrealismo, puede decirse que Man Ray mantuvo su espíritu dadaísta hasta el final de sus días. El carácter combativo y provocador del movimiento dadá se ajustó perfectamente a la personalidad inquieta, individualista y un tanto contradictoria de Man Ray. Quien llegaría a ser uno de los principales responsables de la toma en consideración de la fotografía como arte, publicó un famoso opúsculo con el rotundo título de La fotografía no es un arte. Preguntado años después si seguía manteniendo esa opinión, respondió que había revisado un poco su actitud, llegando a la conclusión de que “el arte no es fotografía”. Probablemente sea esa actitud irónica y aparentemente distanciada, plagada de afirmaciones provocadoras, la que mejor defina no sólo su personalidad, sino también su trayectoria artística y la posición que ocupó en la vanguardia artística de la Europa de entreguerras. Su afán de experimentación y búsqueda había dado comienzo ya en Nueva York, sobre todo a raíz del descubrimiento del arte de vanguardia europeo en el Armory Show en 1913, y de su encuentro con Marcel Duchamp en 1915, con quien iniciaría una amistad y una colaboración que duraría el resto de sus vidas. En esa época inició una intensa militancia dadaísta y comenzó a aplicar nuevas técnicas en su trabajo, como sus pinturas aerógrafas, en las que colocaba objetos y plantillas sobre el lienzo que luego rociaba con pintura, o el método del cliché-verre para hacer impresiones de dibujos hechos directamente sobre el negativo. Y sobre todo empezó a utilizar la cámara para fotografiar objetos construidos, o descontextualizados y separados de su función originaria gracias al pie de foto (como la famosa imagen de la batidora de huevos titulada Mujer); objetos que después siguió realizando a lo largo de casi toda su vida, y a los que llamó “objetos de mi afecto”. Toda esta evolución iniciada por Man Ray en Nueva York encontraría su caldo de cultivo perfecto en el París de los años veinte.
De hecho, el núcleo fundamental de la obra fotográfica de Man Ray, y sus principales aportaciones al medio, tuvieron lugar de manera casi inmediata en Francia, a lo largo de apenas dos décadas: desde 1921, año de su llegada a París, hasta 1940, cuando vuelve a Estados Unidos forzado por la ocupación alemana. De este periodo son precisamente la mayor parte de las 84 obras reunidas en la exposición Luces y sueños, que puede verse ahora en Madrid tras haber visitado Girona y Valencia. Con el atractivo añadido de que la inmensa mayoría de las copias expuestas son vintages, primeros tirajes realizados por el propio autor o, en caso de ser posteriores, controlados por él mismo. En esta selección se encuentran casi todos los aspectos de su obra: el desnudo femenino, uno de sus temas predilectos; la fotografía de moda, de la que fue sin duda el gran renovador; su intensa y prolongada relación con Marcel Duchamp; sus autorretratos y los excelentes retratos que le dieron fama e impulsaron su carrera; la estrecha relación con sus modelos femeninos, en este caso con la bailarina mulata Ady Fidelin, que también fue su pareja durante unos años; el interés por los procedimientos técnicos ligados a la fotografía sin cámara, como sus conocidos rayogramas; su interés por los objetos banales y cotidianos, así como por los objetos construidos –“objetos de mi afecto”–, y su atracción por el ajedrez, tanto por la geometría del tablero como por las posibilidades de desarrollo formal de las piezas del juego, de las que llegó a diseñar y vender varios modelos.
Sus trabajos en exterior se limitaron prácticamente a tomar registro de su vida personal, de viajes y fiestas o de su círculo de amigos. Destacan entre estas imágenes, por su intensidad e interés, las que tomó en los veranos de 1936 y 1937, en Mougins y Antibes, de los encuentros y reuniones de un extraordinario grupo formado por Picasso y Dora Maar; Paul Éluard y su mujer, Nusch (con quien además realizó algunos de sus mejores desnudos); Roland Penrose y Lee Miller (que había sido su ayudante y amante algunos años antes), o Max Ernst, entre otros. Imágenes que reflejan fielmente la atmósfera creativa, libre y desinhibida en la que se desenvolvían.
Man Ray fue ante todo un fotógrafo de estudio, de taller, para el que la manipulación en el laboratorio, el reencuadre, la ampliación o el retoque eran elementos esenciales. Su interés primordial se dirigió hacia la ampliación del mundo de lo visible, hacia la exploración de la visión interior, propiciando la aparición de lo irreal y lo extraño, de lo fantasmagórico; la modificación de la identidad de las cosas, la irrupción de lo real poetizado. Para él, “el fotógrafo es un explorador maravilloso de los aspectos que nuestra retina no registra nunca. (…) He tratado de plasmar las visiones que el crepúsculo, la luz demasiado viva, su fugacidad o la lentitud de nuestro aparato ocular sustraen a nuestros sentidos”. Precisamente por eso, uno de los elementos que más destacan de su obra es la amplia gama de procesos que empleaba para manipular la imagen: como la rayografía (la colocación de objetos tridimensionales en el papel fotográfico que luego se expone a la luz), la solarización (entrada de luz en el negativo durante el proceso de revelado, que provoca que los contornos aparezcan muy contrastados y las formas representadas se conviertan casi en siluetas), la exageración del grano de la imagen, las distorsiones, las sobreimpresiones o las fragmentaciones a través de la ampliación de detalles. De hecho, una de sus principales obsesiones era cómo conseguir restar realismo a la imagen, lo que le llevó a fracturar la realidad, a crear escisiones, capaces de provocar nuevas asociaciones, significados y sensaciones.Pero lo verdaderamente destacado es que reunió y desarrolló todos estos procedimientos, que ya eran conocidos, pero aplicándolos de una manera diferente y con arreglo a un programa estético y creativo radicalmente nuevo, y sobre todo que consiguió introducirlos rápidamente y de un modo tremendamente eficaz en el ámbito de la fotografía comercial: la fotografía de moda, la publicidad y el retrato. Revistas como Bazaar, Vogue o Vanity Fair dieron entrada a esa nueva forma de mirar. En ese momento, la fotografía se hizo verdaderamente consciente de la importancia de la página impresa, y viceversa. Así, la obra de Man Ray no sólo supuso un avance definitivo en la consideración de la fotografía como un medio artístico autónomo, sino que también influyó poderosamente en el uso comercial y mediático de la imagen con sus nuevas referencias estéticas.
Lo curioso y significativo es que durante toda su vida deseara, por encima de todo, ser pintor, y finalmente fuera reconocido como fotógrafo. Él mismo describe, con cierta acritud, esa paradójica situación en la madurez de su trayectoria, poco antes de volver de nuevo a Francia en 1951: “A un pintor convertido en fotógrafo se le perdona fácilmente, pero un fotógrafo conocido, como era yo, que se convierte en pintor, aunque algunos lo reconozcan como pionero, siempre será mirado con recelo”.
Man Ray fue un personaje complejo que consiguió conciliar aspectos tan difíciles de equilibrar en su momento como la pintura y la fotografía, la experimentación y la actitud vanguardista con el uso comercial de la fotografía y su difusión en las revistas de moda de la época, la vida bohemia de artista con su condición de fotógrafo de la buena sociedad y su enorme facilidad para moverse en diversos círculos sociales, y manteniéndose, al mismo tiempo, neutral ante las diferentes querellas y divisiones que surgieron entre las filas de la vanguardia.
El epitafio que figura sobre su tumba en el cementerio de Montparnasse resume bien su compleja postura y posición artística: “Unconcerned but not indifferent”, que se podría traducir como “no implicado, pero tampoco indiferente”, o aún mejor, y como reflejo también de su postura vital, “despreocupado, pero no indiferente”.
Fuente: Elpais.com
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